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Recuerdo de lápiz negro


La primera vez que cobré por escribir tenía unos 6 años. Me acuerdo que estaba en la habitación grande de la casa que alquilábamos en la calle Hipólito Yrigoyen al 2400, en Saladillo. En mi habitación, cerca de la puerta de madera que me parecía inmensa, tenía un tablero también de madera, supongo que de color verde agua, uno de los que mi viejo usaba para dibujar sus planos de arquitectura. A lo sumo sería uno sin forrar que él nos había armado para que dibujemos con mi hermano Federico o hagamos nuestras cosas. Sentía celos porque él, que era mayor, escribía en manuscrita y yo no. Recuerdo que miraba esas curvas pequeñas formar palabras para mí indescifrables, mientras me preguntaba sobre qué tratarían. Me sentía excluido por esa forma extraña que debía contemplar sin entender un jopo. Federico mantenía un código cerrado con mis padres, yo quedaba afuera y eso no podía ser.

Esa misma noche, decidido a arriesgarlo todo, sin nada para perder salvo alguna burla de mi hermano –que no era poca cosa en ese momento-, logré poner en papel mi primera palabra en manuscrita: Francisco. Incluso creo recordar que escribí Fransisco, pero la memoria me traiciona y algunos detalles se perdieron en el camino. Son imágenes que merodean en la cabeza, algunas reales, otras, seguramente inventadas para tapar los baches de un tiempo lejano.

Mis padres entre sonrisas leyeron mi hazaña y me felicitaron con un entusiasmo que todavía percibo. Estaban asombrados y contentos: quizás la felicidad que percibí en ese momento contagió mi recuerdo con esa sensación de plenitud, nuevamente no lo sé. Mi hermano, tan solo un año y medio mayor que yo, fue el primero en criticar mi obra, arrastrado, seguramente, por los celos comunes entre hermanos, como tantas veces me tocó a mí sentir: “yo también sé escribir mi nombre”, les dijo a mis padres, el pendejo socarrón. “Sí, pero él es más chico que vos Federico”, contestó alguno de ellos, creo que mi madre. Mi viejo agregó que me merecía un premio: buscó en su bolsillo o en su saco colgado en el perchero de madera junto a la puerta, ese que todavía tenemos en casa, con flores talladas, muy paquete. De alguno de esos bolsillos tomó un par de billetes y me los entregó. Creo que eran mil quinientos australes, porque me acuerdo de un billete naranja y uno verde. Mil quinientos australes son, a plata de hoy, quince centavos, pero en ese momento eran billetes y para mí, poco acostumbrado a recibir plata y lujos de cualquier tipo, fue un tesoro muy preciado. Creo que alguien atinó a decir algo como “guardalos”, pero otra voz aplacó al instante: “es tu plata, te la ganaste, hace lo que quieras”. Era de noche pero pedí permiso para ir caminando al quiosco que había al lado de casa. Cuando me dieron el visto bueno, no sin antes conversarlo entre todos, corrí hasta esa ventana diminuta que había a unos metros de casa, al lado de la rotisería. Compre un chupetín de coca y una especie de bocadito, de marca Holanda que en esa época me gustaba mucho. Y si no fue eso, lo más probable es que haya pedido 5 o 10 gomitas de colores, prestando especial atención a que el quiosquero me diera más de las violetas que de cualquier otra. Al volver compartí todo con mi hermano, eso seguro, porque peleábamos bastante, pero la verdad es que en el fondo éramos unidos. Cada vez que discutíamos o nos íbamos a las manos –algo cotidiano-, mi viejo nos recitaba un fragmento del Martín Fierro: “los devoran los de afuera”, concluía, y nosotros, supongo, con el tiempo entendimos.

Fue uno de los momentos más felices de mi vida y por eso lo conservo impreso en la memoria. En todo ese recuerdo hay algo que me llena de plenitud, siendo tan chico, con una vida por delante, viviendo en esa casa que tanto amábamos pese a que no era nuestra, todos juntos, una noche como cualquier otra. A veces lamento no tener tantos recuerdos largos de cuando niño. La mayoría son jugando y haciendo desastres con mi hermano, peleando con él, mirando a mi padre armarnos la Torre Eiffel con los Rasti y una meticulosidad envidiable. Mi viejo era una bestia: armaba barcos de guerra perfectos con la madera balsa que venía en los broches de colgar la ropa –o con los broches mismos-, fuertes y puentes levadizos con miles de fósforos usados, pegados uno sobre otro como si fuesen ladrillos, o camiones de transporte Rasti para que metamos los muñecos de Ji&Joe adentro. Claro, siempre debía ser en pares, porque sino se armaba la guerra. También me acuerdo de Don Can y Pitufina, dos perros raza cachifle que alguna vez tuvimos, una fiesta de cumpleaños con una torta de grajeas verdes que no quise comer porque mi hermano me había dicho, en secreto, que eran de lechuga. Sensaciones más que nada, imágenes y flashes pasajeros que uno reconstruye a partir de fotos y familiares con anécdotas.

Ahora, a más de 20 años de todo eso, por esas cosas misteriosas de la mente, me acuerdo de esos mil quinientos australes acompañados de una plenitud inexplicable, tanto más por el logro que por la recompensa recibida. Mirando hacia atrás, encuentro que la escritura me acompañó toda mi vida desde ese momento, con cuadernos llenos de notas, canciones que inventaba y alguna que otra historia rara. También escribía sobre lo que sucedía en mis días, como una especie de diario, pero lo hacía poco, porque eso era cosa de chicas, se decía.

Nunca supe de dónde saqué la idea de escribir todo el tiempo sobre cualquier cosa: es algo que me intriga sobremanera. No creo encontrar nunca una respuesta, pero la misma memoria por momentos, acerca pistas sugerentes.

Un día, en la casa de Sarmiento, todavía en Saladillo, tuve una conversación muy profunda con mi padre, de esas que  jamás habíamos tenido y que nunca volvimos a tener. Cuando subí a dormir me quedé pensando con el techo hasta que mi viejo se acercó a la cama y dijo, sabiendo que estaba despierto: “Fran, ahí te escribí algo, mañana leelo”. No pude aguantar, pero esperé a que se durmiera porque me daba vergüenza. Bajé la escalera y fui a la computadora. Era una carta, escrita por un hombre al que jamás había visto sentarse a escribir una sola línea. Lo había visto escribir, pero jamás sentarse a escribir, con todo lo que eso quiere decir. La carta tenía las palabras justas en los lugares precisos, era acertada y concreta, decidida pero cálida, con pasión y la cuota exacta de precisión que mi viejo le ponía a las cosas. La carta se leía de un tirón pero a la vez dejaba tanto para pensar. El hombre que me premió por mi primer palabra en manuscrita, el que me enseñó lo que era la Torre Eiffel armándola a escala con los Rasti, el tipo fanático de las matemáticas y la trigonometría, me había escrito la carta más emocionante que jamás leí. Apagué la computadora e instintivamente lo supe: “algún día quiero escribir así”.

Francisco Lanús Büll

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