Archivo diario: 14 de junio de 2012

Crónica en el Laberinto del Cíclope


Tampoco era que esperábamos demasiado. En todo caso, al menos, salvar el sábado a la noche con una sonrisa y agregar un evento más a nuestra tira de recuerdos juntos. Diría, si me apresuro, que lo logramos, aunque por momentos, esa noche, el pesimismo nos calentó la oreja.

Entramos como si fuera nuestra casa: en realidad es un bar-teatro o viceversa de la calle México al 1700. El nombre lo vamos a conocer después, cuando un empleado alto y poco carismático nos acerque un, como se dice hoy, flyer: “El laberinto del cíclope”.

Saludamos a una pareja que está en la entrada pero no responde: parece que meter la lengua en la boca del otro demanda una alienación absoluta. Estamos Estefi y yo, y la ocurrencia de venir acá me corresponde: por eso voy a caminar toda la noche sobre vidrios. Desde ya, el saludo no correspondido fue un preludio eficaz.  Pasamos mesas vacías y nos detenemos pensando, cada uno hacia adentro si nos habremos equivocado. Lo bueno de tener pareja: pensar lo que piensa o inventarlo.

Partimos de la base de que adentro no hay escenario y, se supone, el Stand Up, al menos el que yo conozco, no solo lo usa, sino que lo requiere, y clavo un acento en requiere, porque es lo que pensé en ese instante.

Una morocha de, al menos, ojos que invitan a mirar pese a sus anteojos, se acerca y, con el tono balbuceado de una duda que no entiendo, nos marca, de alguna manera inconfundible pero difícil de explicar, que estamos en el lugar correcto y con un ademán abre el telón de nuestra incertidumbre. Señala haciendo garabatos en el aire una escalera de madera a sus espaldas que ninguno de los dos había podido ver: la parte que faltaba. Por nato instinto porteño apresuramos la entrada pero un viejo flaco nos detiene de un grito seco en la distancia: “Todavía no se puede bajar”, agrega, a modo de disculpa poco sincera, por tratarnos como ganado. Intento reconciliar innecesariamente la situación acercándome a la barra donde hombre mantiene guardia, erguido. “Tengo entradas reservadas a nombre…”. Me corta: “Todavía no me trajeron la lista”. Me molesta que me corten cuando hablo. Me molesta mucho. En el mundo todo tiene su tiempo exacto, incluso, el comienzo de una frase: esto es, luego del final de otra. “Pueden sentarse y tomar algo mientras esperan”, agrega la morocha, inteligente, con una bandera blanca en la mano. Bueno, no tanto.

El Stand Up empezaba a las 23 y son las 23,20. Esperar no es mi fuerte, aunque me molesto cuando Estefi propone irnos. Esa cosa del orgullo del hombre, porque todo fue mi idea y tiene que salir bien. El tiene es obligatorio: cosa de hombres. Esperemos un poco, contesto, mientras escucho crujir los vidrios debajo de mis pies. Entramos hace 5 minutos y el tiempo, parece, no corre.

El lugar es feo, ambientado a lo bohemio pero mal, con decorados reciclados pero mal, con un techo que empieza unos metros más arriba que las paredes internas, todo bien pintado pero con ese rasgo de dejado, descuidado, que no ayuda a que la gente entre o peor, a que no se vaya.

Llegan más personas sobre la hora y se sientan a esperar como nosotros, pero con una diferencia. Se sientan y no preguntan, no dudan, lo saben. Se sientan y se quedan. Es claro que esta no es su primera vez en El Laberinto del Cíclope.

A las 23,30 abren las puertas y bajamos por la escalera que cruje en cada paso. Esa sensación de vértigo y emoción por descubrir lo desconocido, lo que está abajo, oculto a los ojos, esperando. Sin dudas, la escalera fue una bisagra en la noche genial que yo programé para el sábado a la noche. Otra cosa. Abajo es otra cosa, con luces, música que define un ambiente, una línea, una estética que, en este caso, hace juego en el decorado, escenario, luces tenues y bajas que «bengalean» en la oscuridad. Micrófono que anda, paredes negras, sillas cómodas. Un antro del under, me gusta. Cuando la miro a Estefi parece que también compra, pero por las dudas lo comento, para condicionar su imaginario: “sí, nada que ver”, contesta, mientras pienso, cómplice conmigo, que soy un genio. Siempre es bueno decir las cosas primero. Bueno depende.

El show está por empezar y la morocha que ahora es moza hace cosas raras: nos da el abridor para que destapemos la cerveza, desconoce los precios porque es nueva, pero nos acerca papas, palitos y maníes a montones para acompañar, todo en una canasta simpática de mimbre que pone en el medio de la mesa, segundos antes de que nos comamos todo. Digo: a montones. De golpe noto que la morocha me cae bien y hago un comentario boludo. Estefi se hace la que se enoja cuando se apagan las luces. Pido una cerveza y llega helada, pero con dos vasos de vidrio, como los de la casa de mi abuela. El humor nos salva de caer en el remolino del bajón y con algún comentario perspicaz, hacemos como que no nos importa.

Un flaco, Leo, el presentador, que luego se tomará una cerveza entre risas con nosotros, se para en el escenario para dar inicio al show. Estefi ya se ríe a carcajadas sin que pase nada, de una forma tan graciosa que me contagia. Al siguiente declaro una tregua con el piso de arriba y disfruto de una noche genial en el nunca mejor llamado, Laberinto del Cíclope.

Francisco Lanús Büll (11-10-2011)

Deja un comentario

Archivado bajo crónica narrativa